≫ El día del entierro de mi madre, 24 de marzo, en pleno estado de alarma, fuimos mi padre, mi hermano y yo, por separado, cada uno en su coche con guantes y mascarillas. Nos dispusimos en fila frente al cementerio esperando a que llegara el coche de la funeraria y atentos a la posible llegada de la policía, al advertirnos de que si éramos más de dos, nos multarían, sí, en el entierro de mi madre.
Nos vamos, sabiendo que el cuerpo de mi madre está metido en una caja bajo la tierra, cuando el día anterior estaba en su sofá con su sonrisa y sus ganas de vivir.
Comienza la aventura para que nos hagan las pruebas.
No nos la hacen a ninguno. Se nos ha muerto la mujer que nos ha dado vida, pero no nos da derecho a saber si también estamos contagiados.
Soy yo la que se encarga de llamar al hospital para que me confirmen de una vez si ha sido covid o no. Si no llego a llamar no me informan. Aun así, llaman al móvil de mi madre para saber cómo está. Lo coge mi hermano y les dice hasta en dos ocasiones que está muerta.
«Busco los colores que antes encontraba en el mundo, pero de momento solo veo grises y agujeros negros.»